La calle, llamada de «Calvo Sotelo», era el camino de acceso a una de las tres fuentes del pueblo: «La Botillera». Después, cuando se instaló el servicio de agua potable, dejaron de pasar aquellas gentes y burros que traían agua, y como a continuación apenas había casas habitadas, dejaron de transitar vecinos… De ese modo pasó a ser como un luminoso patio interior de la casa.
Pero antes, en los tiempos de cántaros y botijos transitaban muchos burros cargados de agua, y el vaivén del líquido en el interior del cántaro emitía un sonido de chasquido hueco; también las pezuñas del animal hacían impactos metálicos sobre los guijarros de la calle, y el paso de aquellas cargas tenía algo de carrillón musical.
Algunas mujeres llevaban el agua en dos pesados cántaros. Uno sobre la cadera, agarrado con el brazo. Otro encima de la cabeza, haciendo equilibrio, amortiguada con un grueso paño. Me daban pena porque para salir de la fuente debían subir una empinada cuesta; y al llegar a su casa ¿cómo soltaban el primer cántaro sin romper el otro? Cuando aquellas pobres equilibristas pasaban a nuestro lado mis abuelos no les daban mucha conversación, las saludaban amablemente pero sin esperar respuesta, acorde a las circunstancias; ellas unos metros antes de llegar a nosotros sonreían y sin dejar de andar, mirando siempre de frente, correspondían al saludo con un giro en los ojos y unas breves palabras…
La calle era, y es, como el espacio abierto de la casa, donde pasábamos muchos ratos, sobre todo a la atardecida y donde tenían lugar las despedidas..